No soy cuentista. No quiero vivir del cuento. Ni puedo, claro. Pero he perpetrado alguno que otro. Casi siempre relatos cortos, muy cortos, microrrelatos que a menudo duermen el sueño de los justos, o la siesta, en un cajón o un disco duro.
Nunca había publicado un cuento en una revista. Hasta este mes. En el número 41 de Eñe, que lleva por título Leed, leed, malditos, publico Algo adecuado, donde por cierto hablo, entre otras cosas, de una casa maldita.
La muy recomendable revista dirigida por Elena Medel incluye textos de José María Merino, Cristina Fallarás, Dolores Redondo, Jordi Sierra i Fabra, Fernando Iwasaki, Ignacio del Valle, Cristina Sánchez-Andrade, Guadalupe Nettel, Melanie Taylor, Luna Miguel y Juan Bonilla, además de una entrevista de Antonio Lucas a Javier Marías.
Cuelgo aquí las primeras líneas de este relato.
Algo adecuado
En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los pájaros.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
Diez de la noche, diez horas para el examen, pero todavía no estudio. Escribo este cuento:
VIRILA
El otro día soñé con él. Se llamaba Víctor R. Larson, aunque todos le decían Virila. Alguien se la jugó, y terminó mal, muy mal, pero no loco, como dijeron los del manicomio.
Nunca fue una monja de la caridad. En aquellos felices años veinte todos necesitaban un trago: la propia sociedad que le despreciaba engendró tipos de su calaña. Gracias a la ley seca, levantó un pequeño imperio y pudo hacerse con una mujer hermosa, liberada y moderna que se rindió a sus encantos, o dólares.
Celebró la boda por todo lo alto, con ríos de champán, vino y whisky que los policías y políticos invitados bebieron sin disimulo. Virila nunca se acercó tanto a la cima como aquella noche.
Antes de viajar a Europa con su flamante esposa, dispuso todo para estrenar a la vuelta su flamante mansión. Un palacio. Un sinfín de habitaciones.
En la luna de miel derrochó unos cuantos miles en hoteles, ropas y joyas. Pero hasta que no divisó la isla de Manhattan desde la cubierta del transatlántico, no respiró tranquilo. Le gustaba estar al tanto del más mínimo detalle. Y en las capitales europeas no había pasado de dar órdenes a botones y camareros.
Al desembarcar preguntó por las obras. ¡Por fin habían terminado! Se fumó un puro, satisfecho.
Nunca fue más feliz como cuando cruzó el umbral de su maldita casa. Había cumplido con creces su sueño. No faltaba nada.
Mientras atravesaba pasillos, salones y dormitorios, recordó la paupérrima habitación donde vio morir a su madre; recordó el detestable orfelinato, sus camas y normas; recordó la mísera pensión en la que un día pudo dormir, por fin, solo; recordó el tugurio en el que volvió a dormir acompañado; recordó los hoteles, cada vez un poco más lujosos, desde donde aumentó su fortuna.
Vagando ensimismado por la casa, recordó toda una vida, y así la vivió de nuevo.
Abandonó su abstracción cuando regresó a la entrada y se encontró frente a un mostrador y, detrás de éste, a un tipo estrafalario, de larga y rizada pelambrera, absorto ante una especie de cine en miniatura. Y ni rastro de sus maletas ni de su mujer. La sorpresa le dejó clavado. El otro reaccionó primero. ¿Buscas a alguien, o quieres una habitación?, preguntó.
***
Once de la noche, nueve horas para el examen. Demasiado pronto, no voy a dormir, pero me acuesto. Leo demasiado a Borges, me digo, tengo que…