No me preocupa —vale, no me preocupa demasiado— perder pelo en la azotea. Tengo entradas, o salidas, desde hace más de veinte años, así que he tenido lustros y más lustros para hacerme a la idea de que el peine sólo me serviría para recordar tiempos mejores.
Pero he perdido un pelo especial. Me preocupa, aunque no demasiado, quizá más bien me desconcierta, haber perdido un pelo especial. Un pelo doble, grueso, blanco y duro, que brotaba con fuerza en medio de mi barbilla. Un cana que, la verdad, me encantaba descubrir.
Iba a su bola. Por mi culpa, claro. Me afeito de ciento en viento, nunca me arreglo la barba, pero en cuanto me topaba con él sólo le dejaba crecer dos o tres días. Como mucho. Al final cogía unas pinzas, pegaba un tirón y lo arrancaba de raíz. Y, algunas veces, luego lo enseñaba. Era un pelo especial, ya digo.
Pero desde hace tres o cuatro semanas ya no me sale. Intuyo, además, que ya no volverá. Y ni siquiera le llegué a hacer una foto en condiciones.